El 25 de abril de 2016 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (“OCDE”) entregó al gobierno de la época el estudio titulado “Política Regulatoria en Chile” (“Informe OCDE”), en el que se evaluaron las prácticas regulatorias de nuestro país y, sobre esa base, se formularon una serie de recomendaciones. Entre aquellas se destaca la necesidad de implementar medidas para la evaluación ex ante y ex post de las políticas públicas y la regulación económica.
Las conclusiones del Informe OCDE motivaron, entre otras cosas: la dictación de los Instructivos Presidenciales N°2 de 2016, N°3 de 2019 y N°1 de 2022, que ordenaron la emisión de informes de impacto regulatorio que analicen ex ante los efectos probables de ciertos proyectos de ley y normas administrativas emanadas del Presidente cuando éstas puedan tener impacto en materia económica; y, la creación en 2018 de la Oficina de Productividad y Emprendimiento Nacional –actual División de Competencia y Mejora Regulatoria– al interior del Ministerio de Economía, Fomento y Turismo, cuyos objetivos están vinculados a la mejora regulatoria, así como a la promoción de la productividad y competitividad.
Si bien estas medidas gubernamentales van en el sentido correcto, creemos que sufren de limitaciones. Destacamos sólo 3: en primer lugar, mantienen la evaluación regulatoria atada a los cambios políticos ya que se radican en instituciones de gobierno y se refieren a la actividad normativa del ejecutivo; en segundo lugar, se centran excesivamente en el análisis ex ante por sobre la evaluación ex post; y, en tercer lugar, no alcanzan –directamente– a todos los mercados ni los órganos de la administración del Estado que cuentan con potestades normativas, sino que se centran en las leyes y en los decretos presidenciales.
En este contexto, el proyecto de ley que crea la Agencia para la Calidad de las Políticas Públicas y la Productividad (Boletín N 16.799-05), enviado por el Presidente a la Cámara de Diputados el 23 de abril del presente y cuya idea de legislar fue aprobada por la Cámara de Diputados el 31 de julio pasado (el “Proyecto” y la “Agencia” respectivamente), puede constituir un importante avance que cargo de esas 3 falencias. En efecto, contempla que la evaluación de la regulación sea realizada por un órgano técnico e independiente, esto es, desvinculado del ciclo político; abarca tanto la evaluación ex ante como el análisis ex post de la regulación; y, en principio, las decisiones y recomendaciones de la Agencia pueden referirse a cualquier mercado y dirigirse a cualquier órgano de la administración del Estado. Pero, también se observan oportunidades de mejora que, si no son abordadas en el curso de su tramitación, podría desaprovecharse una excelente oportunidad para recoger plenamente las recomendaciones del Informe OCDE y lograr que, de esa manera, el país siga las mejores prácticas internacionales en la materia, con todos los beneficios que eso conlleva para el bien común y el progreso económico.
En primer lugar, el artículo 13 del Proyecto, que regula quiénes pueden ser parte del consejo que lideraría la Agencia, establece expresamente la compatibilidad del cargo con el “ejercicio profesional”. En simple, esta disposición deja abierta la puerta para que personas que participan –directa o indirectamente– en los mercados cuya regulación evaluaría la Agencia, tomen decisiones sobre cómo debiera ser la regulación de esos mercados, lo que incorpora un riesgo cierto para la correcta actividad de la Agencia y su objetividad.
En segundo lugar, el Proyecto no aborda aspectos relevantes sobre cómo se insertaría la Agencia y sus decisiones en nuestro sistema jurídico, tanto a nivel normativo como institucional.
A nivel normativo, llama la atención que ninguno de los 33 artículos que incluye el Proyecto responda a preguntas fundamentales como: ¿qué sucedería si un órgano administrativo no acata las decisiones o recomendaciones de la Agencia? ¿podría la Agencia pronunciarse sobre aspectos técnicos que la ley o la Constitución hayan entregado a cierta autoridad sectorial? Si la respuesta fuera afirmativa ¿qué sucedería si existen discrepancias entre la Agencia y dicha autoridad en aspectos técnicos? En caso contrario, si la respuesta es negativa ¿cuál es el rol que le cabría a la Agencia?
A nivel institucional, el Proyecto omite señalar de qué manera se relacionaría la Agencia con la institucionalidad de libre competencia. Esta omisión requiere de especial atención pues, como es sabido, existe una fuerte interrelación entre regulación y competencia y, más aún, las autoridades de libre competencia en nuestro país tienen atribuciones que les permiten tanto influir en la regulación (v.gr. emitiendo recomendaciones de modificación normativa) como elaborar regulación (v.gr. dictando instrucciones de carácter general o imponiendo medidas preventivas, correctivas o prohibitivas).
Así, considerando que tanto la Fiscalía Nacional Económica como el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (“FNE” y “TDLC”) tienen facultades para proponer modificaciones normativas en un determinado mercado ¿qué sucedería si las recomendaciones de la FNE o el TDLC fueran contrarias a las de la Agencia? El Proyecto no contempla instancias de coordinación pública que se hagan cargo de esta situación, como sí existen en algunas regulaciones sectoriales que, por ejemplo, contemplan la necesidad de obtener un informe de las autoridades de competencia en ciertos casos (v.gr. en materia de telecomunicaciones, puertos, responsabilidad extendida del productor, entre otras). Considerando el trabajo que han realizado tanto la FNE como el TDLC evaluando la regulación en el pasado, y tomando en cuenta la relación intrínseca que existe entre competencia y regulación, parece recomendable que se deba escuchar a estas autoridades en la labor de la Agencia.
Por otro lado, el TDLC está legalmente facultado para imponer reglas que afectan a los mercados de un modo equiparable a la regulación económica –es, en ese sentido, lo que se ha llamado un regulador atípico–, tanto a través de la facultad para dictar instrucciones de carácter general o a través de la imposición de medidas preventivas, correctivas o prohibitivas el marco de procesos contenciosos o de consulta, en todo caso, a través de procedimientos establecidos en la ley que no contemplan la evaluación de impacto regulatorio ex ante. En ese contexto cabe preguntarse ¿la actividad regulatoria del TDLC estará sujeta a las decisiones de la Agencia? ¿qué sucedería si la Agencia determina que cierta regulación dictada por el TDLC amerita ser modificada? ¿cuál criterio primaría?
En tercer y último lugar, de acuerdo con el artículo 4° del Proyecto, la Agencia tendría atribuciones para requerir, fundadamente, información a las instituciones u organismos del Estado aun cuando esta se encuentre amparada por secreto o reserva. Al respecto, llama la atención, por un lado, que no se faculte a la Agencia para solicitar información directamente a particulares y sea siempre necesaria la intermediación de las autoridades sectoriales, ya que surgen dudas sobre si ello sería eficiente en términos de costos de transacción –además de que no resulta obvio que siempre habrá una autoridad con competencia para pedir la información que podría ser necesaria–; y, por otro lado, que se establezca el deber de fundamentar los requerimientos de información pero no la consecuencia de negativas a entregarla o un mecanismo para determinar la suficiencia de la fundamentación.
Hace un par de meses la Excma. Corte Suprema, resolviendo los recursos de reclamación en contra de una decisión del TDLC acuñó un concepto interesante, habló de la institucionalidad económica en su conjunto y llamó a que esta actúe coordinadamente para cumplir los fines del Estado. El Proyecto parece una gran oportunidad para avanzar en esta dirección, sin embargo, parece necesitar varios ajustes, a riesgo de convertirnos en aquello que alertaba José Saramago en 1995: “ciegos que, viendo, no ven”.