13/11/2019

Escribí esta columna en noviembre de 2016, hace ya tres años. En estos días, no he podido evitar repensar en algunos de sus contenidos. Es lo que me llevó a revisitarla y decidir publicarla, en el entendimiento de que, como cualquier apreciación de lo que vivimos, se trata necesariamente de una mirada parcial; pero que quizás pueda entregar uno de entre los tantos elementos que requiere una mirada multidisciplinaria del estallido social que vivimos.“Los límites morales del mercado”. He recogido este concepto de dos interesantes libros: uno de Michael Sandel y otro de Debra Satz. Y lo hago mío pues creo que puede ayudar a entender parte importante de la discusión y de la tensión pública existente en el Chile de hoy. Por décadas hemos hablado de los “temas económicos” enfrentándolos a los “temas sociales”, como si fueran materias totalmente desvinculadas, e incluso opuestas entre sí. La idea de que economía y ética son, en el mejor de los casos, dos discursos paralelos cuya selección depende de los tomadores de decisiones, es muy simplista. Economía y ética no son en realidad paralelas, ni opuestas. Los mercados pueden ser juzgados no sólo en cuanto a la dicotomía entre su existencia o negación (por ejemplo, cuándo, cómo y dónde introducir mercados en la provisión de bienes públicos), sino que también en cuanto a sus límites morales. ¿Queremos realmente que todos los aspectos de la prestación de bienes y servicios sean resueltos por el mercado, es decir por la disposición de pago de cada uno? ¿O preferimos que algunos bienes se asignen en función de las necesidades de cada cuál?La pregunta es válida incluso si se cree en los mercados como asignadores eficientes de recursos, pues pone en cuestión el tipo de valores que está persiguiendo nuestra sociedad. Si es sólo la eficiencia, habrá que entregar toda la decisión de asignación de bienes al mercado, en lógica de disposición de pago, y preocuparse únicamente allí donde existan fallas que puedan ser corregidas mediante regulaciones mínimamente intrusivas, bajo la institucionalidad de libre competencia o por la vía de una justicia que suele tardar. Es éste, en parte importante, el camino que adoptó Chile en los años ochenta, década de la cual provienen nuestras principales leyes económicas, incluidas las referidas a bienes públicos. Pero si nuestra sociedad valora que todos los ciudadanos tengamos un determinado estándar de dignidad consistente con una vida buena (de nuevo, Sandel) independientemente de nuestras condiciones de nacimiento o de las decisiones o fortuna de nuestros padres, tendrá que entenderse a la solidaridad, la justicia y la empatía –entre otras– como cuestiones fundamentales para permitir una comunidad que mantenga niveles de confianza, identidad común y cohesión que la hagan sustentable.Esto implicaría asumir que no puede ser el mercado quien decida, como árbitro de último término, la asignación de aquellos bienes o servicios que sean consustanciales a nuestra condición de vida en comunidad. Ahora bien, definir qué bienes o servicios sean éstos, es una materia naturalmente difícil, respecto de la cual la política –una política necesariamente legitimada- y la evidencia empírica no sesgada debieran tener bastante que decir.En este sentido, grandes discusiones de nuestros días, como las del transporte público, la educación, las pensiones, la salud y las tasas de endeudamiento, entre otras muchas, exigen trazar esos límites morales del mercado.Por ejemplo, debemos discutir si las isapres entregan una buena solución de mercado cuando aquella supone negar acceso a quienes tienen preexistencias, subir los niveles de pago a los ancianos hasta expulsarlos del sistema por ser vistos como “malos riesgos” (precisamente en la etapa en que persiguen obtener la cobertura por la que han pagado toda su vida) o no hacerse cargo de las enfermedades catastróficas, aquellas que precisamente niegan cualquier asomo de vida buena a quien las sufre y a sus familias.O cuestionar las bondades del sistema, cuando las pensiones no son capaces de entregar ingresos siquiera equivalentes a un sueldo mínimo en la vejez, que es precisamente para cuando se conciben, y son construidas sobre el ahorro puramente individual -basado en la premisa de que el mercado del trabajo es equitativo sin mirar la realidad de su funcionamiento que castiga, entre otros, a las mujeres que se han hecho históricamente cargo del cuidado de los demás necesitados; y cuando se basan en la falsa asunción del comportamiento de las personas como perfectos homo economicus, con racionalidad completa y con capacidad de conseguir y mantener empleos, sin enfrentar vicisitudes de ningún tipo.O preguntarnos si la abundante oferta de la educación es realmente adecuada como para que el mercado efectúe su correcta asignación, cuando el acceso a universidades con mala formación, por deficiente regulación o fiscalización, genera profesionales que estarán destinados a obtener empleos con remuneraciones insuficientes, parte de las cuales se tendrán que destinar a pagar créditos universitarios de larguísima duración; generando frustración en amplias capas sociales que precisamente han buscado en la promesa de la educación entregada al mercado, la posibilidad de conseguir una vida mejor.Y preocuparnos asimismo por la regulación del agua y cuán sustentable puede ser mantener un sistema que, por la vía de señales de precio, asigna derechos sobre ella a quienes más la valoran económicamente (con los riesgos consiguientes), cuando se trata, precisamente, de un bien cuyo acceso es esencial para cada persona e incluso para el desarrollo de actividades esenciales para la permanencia de la sociedad; cuestión que por su propia naturaleza permite cuestionar la asignación del bien por consideraciones puramente económicas.La reflexión sobre los límites morales del mercado, hecha genuinamente, resulta ser entonces fundamental. Importa explorar las razones de parte importante de la rabia, frustración e incertidumbre que sufre una parte relevante de las personas que son parte de nuestra comunidad.Las respuestas suponen integrar no sólo a los economistas al análisis, sino también a las humanidades. Ello parece especialmente claro después de la crisis financiera global de 2008 que, como pocas, puso en evidencia los efectos del traspaso sistemático de los límites morales del mercado y las limitaciones de la economía para dar correcta cuenta de ellos. Como postula Martha Nussbaum, rescatar las humanidades, y entender a la economía como una ciencia social más, con sus fortalezas y debilidades, resulta esencial para reconstruir sociedades en las que la decencia -y no solamente las finanzas- sea un centro esencial de interés; y para educar ciudadanos cuestionadores, pero respetuosos también de la democracia como camino de diálogo y de construcción de soluciones.Las respuestas, por último, no se limitan a evaluar la mayor intervención del Estado vía regulación o prestación directa de bienes públicos. Ese es un camino posible, pero desde luego no el único. Otros suponen además la participación activa de la misma sociedad civil en las soluciones, para lo cual el Estado debe proveer caminos institucionales eficaces, y no meras expectativas. Las empresas tienen asimismo un rol: el de comprender (ha llegado el momento, si no es ya tarde) que tensionar el sistema para sólo extraer rentas no hace más que vaciarlo de su componente moral. Por eso, en ellas está la tarea de combinar eficiencia y humanidad para mezclar, al servicio del conjunto, las decisiones de mercado con aquellas que pueden llevar a sacrificar en parte los fines económicos, en aras de satisfacer las necesidades básicas de dignidad de aquellos a quienes las empresas no sólo les deben vender, sino que, además, como buenas ciudadanas corporativas, deben entender, acoger y servir.Y las personas, finalmente, me parece, debiéramos colaborar para que la sociedad en su conjunto sea capaz de manifestar sus necesidades y frustraciones a través de mecanismos institucionales de participación (exigiendo su mejoría cuando no son suficientes), que son aquellos viables a largo plazo, y colaborar así en la construcción de una sociedad realmente sustentable y decente.

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