Como destacada académica de la mencionada casa de estudios, nuestra socia fundadora entregó un mensaje a los egresados y egresadas de la generación 2017 de la Facultad de Derecho. A continuación compartimos su discurso íntegro.
No sólo es con alegría, sino que con honda emoción que los acompaño, egresadas y egresados de nuestra Facultad, en este día simbólicamente importante. Digo simbólicamente, pues la importancia de este momento se empezó a construir probablemente hace más de cinco años, e incluso desde sus infancias. Se empezó a hilar, como un tejido, cuando comenzaron a mostrar los primeros atisbos de amor por las humanidades, por las letras, por el pensamiento político, por el devenir de la sociedad en la que estaban insertos. Cuando alguna madre, padre, abuelo o madrina les deslizó, por primera vez, que argumentaban con tanta pasión que debieran ser abogadas o abogados, y esto, con una risa cómplice o con una cierta amargura en el rostro (dependiendo de qué significado le atribuía esa persona, en bondad o no, a la profesión de abogados). Quizás, como muchos de nosotros, no fue el derecho el que los atrajo, ni su ejercicio, al menos en un inicio, sino que el tener la posibilidad de acercarse a las humanidades y a las ciencias sociales, de una manera que les pareciera profunda y omnicomprensiva. Puede que el sentimiento de justicia los haya acercado a nuestra Facultad, en la búsqueda de hacer de nuestra sociedad una más equitativa, más igualitaria, menos dolorosa para los desfavorecidos. En cualquiera de esos casos, y si lo anterior representa en algo sus historias, el de hoy es un paso simbólico. Y esta ceremonia, como todas en realidad, más allá de las fotos, las selfies, los abrazos, también va a dar cuenta de ese símbolo.
Porque no es que hoy se decida algo, aprendan una materia decisiva u obtengan un diploma. Hoy, a través de esta ceremonia, reciben algo gratuito y valioso al mismo tiempo: cristalizan el cierre de una etapa, que exigió de ustedes mucho esfuerzo, y abren otra en sus vidas. La etapa que cierran, la de sus años de estudio en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, probablemente los va a acompañar en sus memorias para siempre. Una etapa en la que, más allá de cierta monotonía en los estudios, o de algunos días intercambiables en cuanto a su desarrollo, sí se habrán entrelazado, en la profunda estela del aprendizaje de la vida, días inolvidables y no precisamente intercambiables: los de los avances y retrocesos, los de los triunfos y derrotas, los de las alegrías y angustias, los de las dudas y las certezas, y tantos otros de signos confusos e incluso contradictorios.
El punto, estimadas egresadas y estimados egresados, es que probablemente no estarían aquí, en este día especial, de no haber pasado por todos estos vaivenes, regocijos y penurias, a lo largo de 5 o más años. Partir de cero no es una opción real. La opción real, en la entrada a la adultez -y siempre, de verdad-, es recoger los propios errores, abrazarlos como una parte esencial de uno mismo, quererlos incluso y, entretejiéndolos con los aciertos, hacerse a sí mismo, a sí misma, con dignidad, como la mejor versión posible del propio ser imperfecto, pero siempre abierto a mejorar. Lejos de llorar sus derrotas entonces, agradézcanlas como pasos importantes en su crecimiento como personas, pues no hay mayor aprendizaje que el de sus propios errores, ni siquiera aquel que obtuvieron de sus clases lectivas y de sus estudios diarios, que estos 5 o más años puedan haberles entregado. Y atesoren asimismo sus triunfos, por supuesto, como fuentes de energía positiva y serena para enfrentar el futuro. Sentirán así que valió la pena el tránsito por la Facultad.
Ahora bien, me dirán ustedes, ¿en lo sustantivo, habrá valido la pena esta elección, la de estudiar derecho, cuando nos enfrentamos a un mundo convulsionado en que la incertidumbre parece arreciar con efectos multiplicadores? Trump en los Estados Unidos, los discursos extremos avanzando decididamente por Europa a pesar del doloroso nunca más que siguió a la II Guerra Mundial, las noticias falsas esparciéndose por el mundo, el odio racial y anti-inmigración delineando nuevamente choques esenciales, las discriminaciones odiosas de género y los ataques contra las minorías poblando inclusive los países más desarrollados. ¿En qué nos ayudará el derecho si hemos llegado a esta situación?
Contesto citando a la admirable Martha Nussbaum. En su obra que no por casualidad se llama “Sin fines de lucro / Por qué la democracia necesita de las humanidades”. Contesto, con ella, que cuando hablamos de derecho, no debiéramos olvidar que hablamos de humanidades. Que depende de nosotros el no dejar de asociar el derecho a las llamadas ciencias humanas. Que las humanidades, por momentos olvidadas o puestas de lado por sociedades que se han dado a la ilusión de priorizar por sobre todo la técnica, el desarrollo económico o las rentas, son esenciales para que no perdamos de vista la cohesión, la colaboración, la decencia y otros valores humanos que son esenciales incluso a sociedades liberales. La enseñanza de las ciencias humanas, nos recuerda Nussbaum, “sirven para algo [muy] valioso: para formar un mundo en el que valga la pena vivir, con personas capaces de ver a los otros seres humanos como entidades en sí mismas, merecedoras de respeto y empatía, que tienen sus propios pensamientos y sentimientos, y también con naciones capaces de superar el miedo y la desconfianza en pro de un debate signado por la razón y la compasión”.
Razón y compasión. Pensamiento y justicia. Reglas y empatía. Un balance, queridas egresadas y queridos egresados, por el que vale la pena ejercer el derecho, desde la vereda en que cada uno de nosotros decida posicionarse. No sólo el derecho formalista; el de las reglas y las normas puestas silogísticamente al servicio de un razonamiento impecable. Sino que, al mismo tiempo, el derecho de fondo, el que realmente importa, aquél puesto al servicio de las causas justas, para hacer de cada relación en la que participemos una más decente y leal, en la que prime la corrección, la ética y la búsqueda del equilibrio entre el interés privado y el público, de manera sustantiva. El dinero, la fama, el poder, el día de mañana, serán verdaderos cantos de sirena que puedan atraerlos al servicio de otros valores, y que los podrán empujar hacia un pensamiento frío que tenderá a justificar incluso el buscar positivamente dañar a quienes percibamos como un enemigo real o imaginario (la contraparte de un juicio, quien represente a otra corriente de pensamiento, un colega académico). Eviten esos cantos, precisamente porque son atractivos. Evítenlos pues son “un suicidio del alma”, en las punzantes palabras de Tagore. Cuando esos cantos los llamen, y es normal que suceda, vuelvan a los valores básicos que permiten una vida buena: la honestidad, la simpleza, el cariño por el trabajo bien hecho, el poder mirar a quien uno quiere a los ojos sin culpa, la empatía, y el amor -sí, el amor, por qué no decirlo en una actividad académica.
Michael Sandel, se pregunta en Justice, a propósito del rol de la Universidad: “¿[E]n qué medida debe perseguir la excelencia académica y en cuál el bien cívico, y como se deben equilibrar esos propósitos? Aunque una educación universitaria sirve el bien de preparar a los estudiantes para que tengan éxito en sus carreras profesionales, su propósito principal no es comercial. Vender educación como si fuese un mero bien de consumo es una forma de corrupción”. Podemos responder a Sandel, que tan bien nos ha enseñado en otro de sus libros sobre los límites morales del mercado, que la excelencia académica que perseguimos en la Universidad no se corromperá si la usamos precisamente para buscar, como norte, el combinar nuestro bien privado con el bien público.
Creo sinceramente que una forma de hacerlo es priorizando la colaboración como forma de vida y de ejercicio profesional. Mucho se discute sobre cómo equilibrar los valores de libertad e igualdad o se discute cuál de ellos debiera primar sobre el otro. Ello está probablemente en la base de la mayor parte de las discusiones de políticas públicas de nuestro país. Y mientras debatimos con pasión asilándonos en alguno de estos conceptos, olvidamos en gran parte otra conquista crucial de la revolución francesa: el valor de la fraternidad, de la colaboración o de la solidaridad, como prefiramos llamarlo, puesto a un nivel tan relevante como los otros dos valores. En una sociedad como la nuestra, en que la confianza interpersonal y en las instituciones está por los suelos, también es nuestro rol, me parece, el de instar en cada una de nuestras actividades por la colaboración, como un mecanismo sano destinado a alimentar nuestro alicaído pacto social. La colaboración no niega el conflicto. La fraternidad no necesariamente es pusilánime. La solidaridad no implica renuncia. Pero sí, compartida, pasa ser un punto de unión que permite entretejer soluciones desde la empatía y el reconocimiento de que en las ciencias sociales no existen verdades reveladas. La colaboración entiende y asume la existencia del conflicto, pero se pone civilizadamente a su servicio para, reconociendo la libertad de pensamiento y la disparidad de experiencias desde las que se enfrenta una solución, buscar en la empatía, en el ponerse en el lugar del otro, la figura que permita un acercamiento pacificador y constructivo. La colaboración apoya a la multidisciplinariedad que permite valorar las diferencias. Cuán diferente sería la experiencia de las redes sociales si las horas puestas ahí al servicio del rencor y la rabia se volcaran en soluciones co-constructivas, alejadas de un pensamiento maniqueo que, me parece, carcome las bases mismas de la comunidad.
Finalmente, no puedo dejar de agradecer que me hayan honrado, como profesora mujer, con acompañarlos en este momento. Lo veo como otro símbolo de los tiempos. Varias de quienes estamos acá, lo estamos porque tuvimos un padre, una madre o ambos, alguien cercano, aquí presentes quizás, que nos dijo que el mundo no tenía límites para nosotras y que expandiéramos las alas, con rigor y estudio, para llegar tan lejos como pudiéramos. Si así fue, fuimos unas privilegiadas y nos corresponde esparcir ese privilegio en las demás. Ser una profesora o un profesor feminista, en mi mirada, es ser humanista y es intentar potenciar esa misma inspiración. Es mostrar a las alumnas y a los alumnos cuán bien nos hace a todos el reconocernos y respetarnos como iguales en nuestras capacidades. Es entender desde la empatía que, incluso más, nos hemos desarrollado todos, desde tiempos inmemoriales en base a sesgos inconscientes contra los que tenemos que luchar y que nos tienden a estereotipar, limitando así nuestra libertad (habrán visto el video ése, tan expresivo, del niño que tiene un accidente junto a su padre, y a quien atiende una eminencia médica que se niega a operar al niño porque, precisamente, es su hijo… y las dificultades que tiene la mayoría de las personas para identificar que esa eminencia es, simplemente, la madre del niño). Es comprender cómo la perpetuación de masculinidades y femineidades tradicionales daña tanto a mujeres como a hombres en su capacidad -y necesidad vital- de expresarse plenamente en sus distintas facetas, las de las emociones, las de la razón, y tantas otras. Es evitar disociaciones que nos infantilizan, como las de un comentarista que asociaba el derecho con la razón, y por lo tanto con lo masculino, y la justicia con los sentimientos y con lo femenino. Nada de eso. Somos tanto mujeres como hombres más complejos que esas clasificaciones reduccionistas que nos hacen menos. Abracemos las capacidades de la otra como la del otro y valoremos su desarrollo y sus atributos, junto con trabajar activamente por remover trabas (que existen, y muchas) y concientizarnos en nuestros sesgos para superarlos. Las humanidades a que me refería antes, requieren, para formar ciudadanas y ciudadanos virtuosos y justos, romper con los moldes tradicionales de una supuesta educación neutra pero que en realidad es una educación parcial y empobrecida, por provenir de una masculinidad superada y sólo repetirla.
Ya decía lúcidamente, Gabriela Mistral, a propósito de la conquista del sufragio universal: “Saldrán de nuestro mujerío casero algunas leaders que (…) afronten salir a las calles y pertenecer al Senado (…) equilibrando así con sus sensibilidades de mujeres el Chile que se estaría haciendo solo con decisiones viriles. Codo a codo y en pro de una Patria concebida como un hogar grande, las mujeres completarán la empresa política”.
Haber concluido los estudios de derecho, queridas egresadas, queridos egresados, les permitirá, recogiendo sus experiencias, equilibrando sus sensibilidades de mujeres y de hombres, haciendo uso de los conceptos de Gabriela Mistral, completarse como personas racionales y amorosas al mismo tiempo, para, desde la empatía y el rigor como un todo, aportar a la sociedad tanto desde el mundo público como del privado, reconociendo sus complejidades pero sin renunciar a los ideales que los hicieron, con ilusión juvenil, emprender este camino. Ese es mi sincero y afectuoso deseo para cada una y cada uno de ustedes.