4/6/2019

El pasado abril llegó a Chile la primera edición de Donde nadie me espere, una breve novela de Piedad Bonnett, filósofa, poetisa y prolífica narradora colombiana.

En Donde nadie me espere, Bonnett nos introduce en el mundo de Gabriel, un joven exprofesor universitario de filosofía que es rescatado desde la indigencia por Aurelio, uno de los mejores amigos de su padre. Con este último, Gabriel tuvo una relación fría, difícil, marcada por dos muertes que asolaron a la familia alrededor de una década atrás.

La indigencia de Gabriel parece ser su refugio contra ese tortuoso pasado, pero también contra el mundo exterior. Se trata de un lugar construido en base a una adicción y al desdén hacia los sanatorios en los cuales ha sido internado más de una vez. Existe también un evidente –y algo superficial– intento de Bonnett por ajustar cuentas con su propio pasado como estudiante de filosofía, asignándole a Gabriel, tanto en su condición de estudiante como de docente, un rechazo algo visceral hacia un mundo marcado por las vanidades, así como por el abuso del metalenguaje como una burda reafirmación del yo.

Donde nadie me espere es también una forma de acercarse a la turbulenta Colombia de la década de los noventa, con sus fuertes contrastes entre las ciudades y sus pueblos costeños; con el crudo poder del narcotráfico, ejercido sobre quienes, por miedo o necesidad, hacían las veces de súbditos de una estructura de violencia y silencios cómplices; y de los menos conocidos escuadrones de la muerte, grupos autoproclamados de limpieza social que asesinaron a centenares de indigentes en ominosos planes de exterminio.

Sin embargo, lo que parece constituir el centro de esta novela es un relato desgarrador sobre un viaje, no solamente físico, sino que fundamentalmente interior. Un descenso a los infiernos de la propia mente, que, incapaz de superar el pasado, arroja a su dueño por un despeñadero, trastornándolo y reduciéndolo a su mínima expresión.

La pregunta por la visita física al infierno ha sido parte de la tradición literaria occidental, incluso antes de haber sido vinculada exclusivamente al concepto de pecado. Por otro lado, ese viaje al infierno (y no sólo al purgatorio) ha sido visto como un estadio intermedio, o si se quiere, como un paso previo en la obtención de conocimientos vitales sobre la sociedad y los seres humanos. Desde luego, la literatura con fuerte raigambre en la cultura cristiana refinó lo anterior, aunque siempre con el énfasis puesto en la redención.

Lo que –tal vez– parece más perenne es el descenso a los infiernos como parte de un viaje interior o sensorial, incluso con independencia de su componente físico. Se trata de un tema que nos cautiva y nos ha entregado bellas obras, algunas recientes y que ya forman parte de la cultura popular del siglo XXI.

Aunque Bonnett no lo verbalice de este modo, es posible leer Donde nadie me espere como el descenso interior de Gabriel a un estado de acedía. Esta enfermedad de los monjes, concepto extremadamente inasible –al punto que normalmente se define en base a sus negaciones–, tiene su origen en la observación sobre los tipos de pensamientos malignos que afligían a los monjes de la Edad Antigua, entre los cuales se encontraba el desgano en el ejercicio de la vida monacal. No es sorprendente que la acedía se haya incorporado a la lista de los pecados capitales originales, y que la dificultad de definirla facilite su confusión con la pereza (o incluso la gula). Hoy sabemos, sin embargo, que ni la melancolía ni la pereza son capaces de absorber del todo al concepto de acedía. Tal vez Altschule (1965) acierta al rescatar la noción de que la acedía trata sobre un estado de ansiedad y depresión que, por impensado que parezca, puede tener su raigambre en el aburrimiento. Se trata, en consecuencia, de un descenso personal hacia una especie de infierno de la mente, causado por un presente que nos repugna.

Por ello, Donde nadie me espere puede ser entendida en esa clave. Como el viaje interior de un joven con un conmovedor pasado a cuestas, que lo obliga a luchar contra su propia enfermedad de los monjes hasta el límite inferior de lo que puede definirse como una existencia social. Y por ello, esta novela puede ser una interesante lectura para quienes quieran acompañar la angustia de Gabriel y el poderoso bálsamo que entrega el amor incondicional de los otros (un componente de redención quizás de sobra en esta novela).

Pero quizás sea prudente también recordar que no sólo el viaje interior al infierno es una odisea peligrosa y de pronóstico reservado. La caída hacia arriba –hacia ese rutinario cielo– también lo puede ser, pues, como se sabe, a veces las palabras tienen más de un significado. Sin embargo, las dimensiones de ese ascenso en la narrativa moderna parece mejor dejarlas para otra oportunidad.

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